Hasta hace poco la escritora canadiense Alice Munro (nacida en 1931) era una desconocida para mí.
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Las narraciones de este libro condensan admirablemente, dentro de treinta o cuarenta páginas, complejos mundos de relaciones humanas, que abarcan muchas veces amplios periodos cronológicos, involucrando a una interesante diversidad de personajes.
Dueña de un estilo trabajado hasta la perfección, en cada uno de sus párrafos las palabras parecen haber sido elegidas con exquisita sobriedad y precisión connotativa. Gracias a su especial habilidad para escoger y describir ciertos incidentes de aparente normalidad, y plantear situaciones ordinarias pero preñadas de consecuencias y significaciones, en sus historias los gestos o palabras en una conversación, las memorias de un personaje o la sencilla descripción de sus acciones van explicitando, poco a poco, motivaciones y temores secretos, o íntimas frustraciones y decepciones, destinos familiares y transformaciones sociales, diferencias e incomprensiones entre las personas de distintas generaciones y las consecuencias irremediables de decisiones del pasado. Su consumada técnica para construir una historia a partir de distintos puntos de vista y mediante el uso de elipsis temporales y femenina prolijidad para los detalles, involucrar al lector desde la primera línea y tejer una trama emotiva y sugerente hasta la última, hacen de la lectura de estos cuentos una experiencia difícil de olvidar.
El escenario de los relatos que componen este libro son casi siempre pequeñas ciudades y ámbitos rurales del suroeste del Canadá y los protagonistas, mujeres que crecieron en los difíciles años después de la Segunda Guerra o que vivieron sus años de juventud durante la década del setenta, que salieron de un pueblo rural para ser escritoras en la ciudad o que regresan a la casa donde crecieron para escribir una carta de despedida (la traducción es mía) :
“¿Qué si la gente hiciera realmente eso, enviar su amor a través del correo para deshacerse de él? ¿Qué sería aquello que enviarían? Una caja de chocolates con centros como yemas de huevo de pavo. Una muñeca de barro con las órbitas de los ojos vacías. Un montón de rosas sólo un poco más aromáticas que podridas. Un paquete envuelto en sangriento papel periódico que nadie quisiera abrir. Cuídate…”.
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