jueves, 29 de julio de 2021

Mosko-Strom (Rosa Arciniega)

 


Mosko-Strom (1933) es una de las primeras obras de la prolífica escritora peruana Rosa Arciniega (1909-1999), recientemente re-editada en Perú por Pesopluma. Es una novela que plantea una distopía, situada en una época fácilmente comparable con nuestro tiempo en que los hombre se han rendido al poder de la máquina, en que grandes fábricas albergan a miles de obreros que, deshumanizados, cumplen su labor milimétricamente, padeciendo los embates de una vida que se ha vuelto servil a la producción en masa. Tenemos aquí, en toda su expresión, a la masa alienada, el hormiguero perfectamente obediente, instrumento para la realización del supuesto y poderoso paradigma del progreso. Max Walker, el personaje principal, observa, en un primer momento, emocionado, “voluptuosamente satisfecho”, cómo las máquinas ejecutan movimientos perfectamente calculados, en confluencia con la hilera de hombres inmóviles, clavados, con los ojos fijos y el pensamiento en el vaivén de las máquinas, dando forma a aquellos “esqueletos con líneas airosas de las carrocerías”, inyectándoles de vida, “gestando” automóviles de diferentes tipos y tamaños, de perfecto acabado, y dispuestos para la exportación.

La novela es una ostentación literaria debido a la elaborada prosa de la que hace gala Arciniega, una verdadera arquitecta de figuras e imágenes metafóricas; este sello tan especial de la novela lo podemos apreciar en la siguiente descripción de la “Gran Avenida”, la que aparece como si fuera una auténtica cortesana de “Cosmópolis”:

Era el suyo quizá un lujo demasiado ostentoso, demasiado chillón y llamativo, como el de toda buena prendera llegada a rica antes de tener tiempo de pulirse en la escuela de la elegancia; pero no por eso menos valorizado en la autenticidad de sus joyas. Brillantes, rubíes, esmeraldas… Luz… Luz…. Todas las fosforescencias del iris trepando por su pecho, enroscándosele al cuello, desparramándose en cascadas por su pelo, frente y orejas. (p. 164)

“Cosmópolis” el nombre de la ciudad es un mundo de hombres, ellos manejan las ideas y las discusiones, ellos llevan en sus manos el timón que dirige el mundo… Lo femenino está reducido al ambiente, al telón de fondo, a la “Gran Avenida”, a la fórmula matemática que espera extendida sobre la mesa de Max Walker, indomable, rebelde, “como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces”. La mujer es representada en la oquedad, superficie dura y misteriosa, empleada de hogar o secretaria, la eterna insatisfecha sin rumbo, de vida errática e inmoral. Así, el mundo de las ideas en Mosko-Strom y los dilema sobre la naturaleza humana le pertenece a los hombres, ellos arrastraron a “Cosmópolis” hasta los violentos remolinos que, como el “Mosko-Strom” del mar de Noruega, poseen una fuerza extraordinaria que a manera de un vórtice furioso y aspirante, amenaza con tragarse, ya no barcos, sino a la humanidad entera.

Para ser sincera, mi lectura de Mosko-Strom estuvo cubierta de dudas, no por la riqueza literaria de la obra que, como ya he mencionado, resalta a viva luz, sino por la huida constante que me provocaba como lectora, por lo difícil que se me hizo seguir a los personajes a los que francamente encontraba detestables y rígidos. Por un momento pensé que era el spleen pandémico que, nuevamente, no me dejaba avanzar más que a trompicones, y que en este momento no era merecedora de esa prosa tan altiva. No obstante, luego de reflexionar largamente, creo encontrar un problema no una falla que desafía a mi gusto literario. Y es que aquí hay una novela de ideas. La autora plantea una tesis a partir de la discusión de, básicamente, tres ideas encarnadas en cada personaje: el mecanicismo de Max Walker, el escepticismo de Jackie Okfurt y el idealismo humanista del profesor Stanley. Son tres personajes que se estructuran de acuerdo a la idea que representan, que encarnan, que explican una y otra vez para justificar la vida que han asumido de acuerdo con ella. La extensa explicación de los hechos me parece, hasta cierto punto, reiterativa y agotadora. A mi modo de ver, el valor de la obra radica, más allá del virtuosismo literario de la autora, en su agudeza para dar cuenta de que el ser humano es demasiado débil para ser libre. O como sugería Iván Karamázov, en su poema El Gran Inquisidor: el hombre, débil y vil como ha sido creado, no pueden soportar la carga de la libertad. El hombre está siempre dispuesto a sujetarse al milagro, al misterio o a la autoridad, tres fuerzas que pueden vencer y cautivar su conciencia. Y esta disposición a la sujeción ha hecho posible que el ser humano pase de someterse tan fácilmente de la Iglesia a la Idea, sea cual fuere ésta. En Cosmópolis, la masa creciente está enteramente desarraigada, ya no tiene lugar la religión, pero está sujeta a la idea del progreso, del crecimiento desmesurado, del dinero y el placer. Los obreros acuden puntualmente a la fábrica como seres serviles, sin otro pensamiento que el de no perder el ritmo que le impone el movimiento preciso de la máquina. Ninguno se salva, ni siquiera Jackie Okfurt que constantemente denuncia y se opone la situación de caos en que la humanidad ha caído, pues termina aceptando: “Nos hace falta un Dios. Nos hace falta poner una meta más allá de una tumba”.

Gabriela Solorio


martes, 20 de julio de 2021

La leyenda de una casa solariega - Selma Lagerlöf



Anhelando que llegue el momento de las travesías, de decirle adiós al que yo consideraba el asfixiante abrazo familiar… Anhelando cada comienzo (con la inocencia que aparta el miedo) no pude reparar en “ligerezas” que ahora manifiestan su peso hondo, eso apelmazado que queda atrás, lo ya perdido, y que ahora me lleva a escudriñar en cada objeto y buscar aquella caricia plena de recuerdos (la que convierte a una vieja taza amarillenta y ajada, en la única muestra palpable de la existencia que la tuvo en sus manos cada mañana)… Como si los objetos pudiesen mantener dentro suyo algo de la esencia de la persona que los usó cada día, que los llevó consigo hasta impregnarlos de esa huella impalpable que nos llena de nostalgia. El objeto es la presencia que lleva el impulso que nos lanza hacia el recuerdo, pero es también la única manifestación, la única afirmación de lo que ya no existe. La leyenda de una casa solariega se desliza en ese camino. Hay una casa que se arraiga tan fuerte en el pecho de Gunnar Hede, que le resulta insoportable la sola posibilidad de perderla. Una casa impresionante, en medio de un campo yerto, con aires fantasmales, impresa de sueños y terrores: “Una vieja heredad, en la que nada parecía florecer, era, no obstante, un terreno fértil para los sueños”. 

En una línea paralela -la de la realidad- Selma Lagerlöf, cuando ve subastada la casa de su infancia (Mårbacka) a la muerte de su padre, se promete a sí misma volver algún día a Värmaland y recomprarla. Sabemos que lo logró en 1907, dedicándose a la docencia y a la escritura, una empresa casi imposible -la de hacer dinero y ahorrar- para una mujer soltera de fines del siglo XIX, cuando aún ni siquiera teníamos derecho al voto. Pero cuando escribió La leyenda de una casa solariega (1899), Selma aún estaba acompañada por la desdicha que había supuesto el haber perdido aquel lugar extraordinario, donde su familia se sentaba junto a la estufa para leer en voz alta a Runeberg y a Tegnér, donde aprendió a leer junto a sus hermanas, donde escucho maravillosas historias y leyendas de la voz de su abuela paterna, Lisa Maja Lagerlöf. 

Gunnar Hede, el estudiante protagonista de La leyenda de una casa solariega, y alter ego de Selma Lagerlöf, deja lo que más le apasiona -tocar el violín- para dedicarse a recorrer pueblo tras pueblo, como comerciante, y juntar el dinero necesario para salvar la casa familiar. No obstante el empeño que puso a su empresa, como suele suceder en la vida -cuando lo planificado parece verse encaminado- el sinsentido se impone, y a veces lo hace, de la forma más terrible que podamos imaginar. Eso terrible se resume en una escena: la de cientos de cabras agonizando bajo una suave capa de nieve que las va cubriendo. Eso, que es incomprensible, tan grande y amorfo que se sedimenta en la vida como barro, es el ser testigo del padecer de un ser inocente. No hay sacrificio aquí, es la muerte y el dolor sin sentido lo que se impone. El sin sentido se apodera del estudiante, se apodera la bruma, la locura… En la otra orilla, una jovencita huérfana, se propone salvarlo. Los recuerdos forman constelaciones que se crean con cada vivencia, con cada vínculo con los seres humanos… Las personas de tu vida se disponen como luminarias que evitan que te difumines, que te pierdas de ti mismo, que la bruma oscura caiga sobre ti. La leyenda de una casa solariega parece figurarse como un cuento de hadas por su estructura clásica y por la voz narrativa, tan familiar. Sin embargo, va más allá e indaga en las profundidades del ser humano, en aquello siniestro que nos amenaza constantemente, en los vínculos familiares, en el azar, en el arte, y todo ello, en medio de imágenes sobrenaturales y descripciones notables de paisajes suecos, que, la genial Selma Lagerlöf, cimenta con esta narración.

Gabriela Solorio