martes, 20 de julio de 2021

La leyenda de una casa solariega - Selma Lagerlöf



Anhelando que llegue el momento de las travesías, de decirle adiós al que yo consideraba el asfixiante abrazo familiar… Anhelando cada comienzo (con la inocencia que aparta el miedo) no pude reparar en “ligerezas” que ahora manifiestan su peso hondo, eso apelmazado que queda atrás, lo ya perdido, y que ahora me lleva a escudriñar en cada objeto y buscar aquella caricia plena de recuerdos (la que convierte a una vieja taza amarillenta y ajada, en la única muestra palpable de la existencia que la tuvo en sus manos cada mañana)… Como si los objetos pudiesen mantener dentro suyo algo de la esencia de la persona que los usó cada día, que los llevó consigo hasta impregnarlos de esa huella impalpable que nos llena de nostalgia. El objeto es la presencia que lleva el impulso que nos lanza hacia el recuerdo, pero es también la única manifestación, la única afirmación de lo que ya no existe. La leyenda de una casa solariega se desliza en ese camino. Hay una casa que se arraiga tan fuerte en el pecho de Gunnar Hede, que le resulta insoportable la sola posibilidad de perderla. Una casa impresionante, en medio de un campo yerto, con aires fantasmales, impresa de sueños y terrores: “Una vieja heredad, en la que nada parecía florecer, era, no obstante, un terreno fértil para los sueños”. 

En una línea paralela -la de la realidad- Selma Lagerlöf, cuando ve subastada la casa de su infancia (Mårbacka) a la muerte de su padre, se promete a sí misma volver algún día a Värmaland y recomprarla. Sabemos que lo logró en 1907, dedicándose a la docencia y a la escritura, una empresa casi imposible -la de hacer dinero y ahorrar- para una mujer soltera de fines del siglo XIX, cuando aún ni siquiera teníamos derecho al voto. Pero cuando escribió La leyenda de una casa solariega (1899), Selma aún estaba acompañada por la desdicha que había supuesto el haber perdido aquel lugar extraordinario, donde su familia se sentaba junto a la estufa para leer en voz alta a Runeberg y a Tegnér, donde aprendió a leer junto a sus hermanas, donde escucho maravillosas historias y leyendas de la voz de su abuela paterna, Lisa Maja Lagerlöf. 

Gunnar Hede, el estudiante protagonista de La leyenda de una casa solariega, y alter ego de Selma Lagerlöf, deja lo que más le apasiona -tocar el violín- para dedicarse a recorrer pueblo tras pueblo, como comerciante, y juntar el dinero necesario para salvar la casa familiar. No obstante el empeño que puso a su empresa, como suele suceder en la vida -cuando lo planificado parece verse encaminado- el sinsentido se impone, y a veces lo hace, de la forma más terrible que podamos imaginar. Eso terrible se resume en una escena: la de cientos de cabras agonizando bajo una suave capa de nieve que las va cubriendo. Eso, que es incomprensible, tan grande y amorfo que se sedimenta en la vida como barro, es el ser testigo del padecer de un ser inocente. No hay sacrificio aquí, es la muerte y el dolor sin sentido lo que se impone. El sin sentido se apodera del estudiante, se apodera la bruma, la locura… En la otra orilla, una jovencita huérfana, se propone salvarlo. Los recuerdos forman constelaciones que se crean con cada vivencia, con cada vínculo con los seres humanos… Las personas de tu vida se disponen como luminarias que evitan que te difumines, que te pierdas de ti mismo, que la bruma oscura caiga sobre ti. La leyenda de una casa solariega parece figurarse como un cuento de hadas por su estructura clásica y por la voz narrativa, tan familiar. Sin embargo, va más allá e indaga en las profundidades del ser humano, en aquello siniestro que nos amenaza constantemente, en los vínculos familiares, en el azar, en el arte, y todo ello, en medio de imágenes sobrenaturales y descripciones notables de paisajes suecos, que, la genial Selma Lagerlöf, cimenta con esta narración.

Gabriela Solorio

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