En estas últimas semanas de viaje, Smilla Jaspersen ha sido algo así como mi compañera de ruta. Recurría a ella en los ratos muertos, las esperas, los trayectos en tren.
Smilla, con casi cuarenta años, es una mujer soltera y solitaria. Traumatizada por su condición mestiza, ella detesta los condicionamientos y las convenciones “occidentales”, es una dura observadora de las incongruencias y limitaciones de la mentalidad “europea”, tiene una afilada lengua para las frases ingeniosas y contundentes, su cínica visión no se condice con la idea de criar una familia, es decir, no en el horrible medio en que vive, pues no tiene sentido querer formar parte de su detestable sociedad; es pues una marginal. No obstante, adora vestirse bien, de más está decirlo, a la usanza europea, y es una conocedora de la ciencia y la técnica modernas, cuyo uso tanto desprecia, pero que sabe utilizar muy bien para sus propios fines: entre otros, observar y comprender el fenómeno natural de la nieve, hacia el que tiene una especial inclinación o afinidad (de allí el título de la obra que compendia su aventura).
Smilla es mujer de encantos particulares; tiene, además de un temple de acero, una resistencia física más allá de lo imaginable y una capacidad para caerle bien, precisamente por esas cualidades de dureza que parecen tan de moda en algunas protagonistas femeninas de las novelas de suspenso, al peor de los rufianes con los que tiene que enfrentarse.
Lo malo es que su autor la ha puesto en la incómoda situación de explicar muchas cosas. Desde sus propios orígenes groenlandeses, pasando por la traumática colonización de su tierra natal por parte de Dinamarca, los emprendimientos de explotación minera en este país, los parásitos y la medicina forense, los nazis, los juegos de azar, los peligros de la técnica en manos de gente sin escrúpulos, el capitalismo, la política en los años sesenta, el medio ambiente, los meteoritos, las matemáticas, el carácter de los daneses en contraposición con el de los inuits, las características de los barcos rompehielos y la navegación en el Ártico, el trabajo de la policía danesa, la forma en que debe cocinar y disfrutar de la comida, etc.; y por supuesto, finalmente, nada menos que la muerte de un niño.
Con tal espectro temático (que exige además una larga fila de personajes secundarios), el suspenso se ahoga lamentablemente en una sucesión de escenas poco espontáneas, entrevistas llenas de frases de pretendida hondura, explicaciones que, por más interesantes que resulten aisladamente, cortan el ritmo del relato y hacen necesario que luego se introduzcan pequeños trucos que alivien la tensión y hagan avanzar la trama: puertas infranqueables que se abren, entradas y salidas apresuradas, apariciones y desapariciones de forzada precisión, rápidas miradas de entendimiento, respuestas con muchos sobreentendidos, giros de carácter repentinos y de mucha buena fortuna, que conducen limpiamente a nuestra Smilla hasta el final de su autoimpuesta misión.
Falta, por el simple hecho de que se tendría que extender aún más esta extensa novela, esas lagunas de inacción, rutina, malas pistas y equívocos, que alimentan tan bien al suspenso, pues le confieren la ilusión de un fondo de cotidianidad o normalidad, sobre el cual el lector de alguna manera se apoya para no extraviarse completamente y disfrutar así de las correspondientes dosis de ruptura de esa normalidad.
Pese a todo, y aunque no puedo recomendar libremente este obra a los lectores de novelas de suspenso o thrillers, me quedaré siempre con el recuerdo de su original protagonista y su “afinidad” para la nieve.
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