Aun si conservara
las ropas que usé durante
aquellos
doce años, aun si tuviera
las ropas
que me quitaba antes de que mi madre
subiera
buscándome por las escaleras: la tersa
chompa de
orlón; el vestido ornado de frunces
debajo de
los cuales mis latentes senos
se agazapaban
bajo la piel de mi pecho;
aun si
tuviera todas aquellas fajas,
aun si
tuviera toda la ropa interior
de
algodón, como un amigo secreto,
pienso
que no podría retornar a la sensación
que tenía.
Indago acerca de la estabilidad
del alma—
¿era casi la misma la que salía
luego de
cada castigo,
de
regreso a un yo que había estado esperándome
en el
flácido montón de mi ropa? Respecto de la
circunstancia
de ser golpeada, ¿a qué
se
parecía: a entrar en un establo, con los animales
sueltos,
mordiendo, cagando y algunos ardiendo
en llamas?
Y cuando mi cuerpo reaparecía
al otro
lado, y yo me pasaba revista,
10 dedos
en las manos, 10 en los pies,
y revisaba
aquella parte cualquiera donde
se supone
que guardamos un alma, apenas me atrevía
a saber
lo que yo sabía,
que aun
cuando me habían echado abajo,
una vez más,
a toda vela, a todo
meter,
hasta el lecho de mi ser y aún
debajo de
aquel lecho, era posible
que en mi
esencia, en el centro de mi esencia, en alguna
mínima recámara
a la que mi madre no podía
penetrar —no penetraba— yo no había sido cambiada.
Sharon Olds (How It Felt)
Imagen: New Yorker
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