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¿Cómo habrá sido de feroz la guerra que las historias –antes de que la guerra devaste todo lo que toca– de vidas resignadas, cuyas almas se iban apagando de a poquitos porque no quedaba más, son percibidas, luego, con melancolía, como si en ellas habría fulgurado aquella felicidad que se sospecha, ahora, imposible? Historias de matrimonios sin amor; mujeres que ven por la ventana hacia aquel jardín lleno de coles, anhelando con todas sus fuerzas escapar de la vida de casadas para volver a la casa materna y escuchar la risa de las hermanas solteras; mujeres que viven en silencio tras los muros de sus residencias; mujeres que disponen su esperanza lánguida al mandato matrimonial… Esas historias pertenecen al tiempo perdido y, por tal motivo, se las evoca con nostalgia. No es que haya una contradicción y se pretenda volver a un pasado en el que pesaba tanto la tradición familiar que una debía sujetarse a ella, así una se condene a vivir en el hastío. Lo que pasa es que cuando se mira hacia el pasado perdido, aquella materia densa, llena de risas infantiles, con sus ambigüedades y matices, uno lo hace sin una perspectiva crítica, porque lo observa con complacencia, con afecto, porque forma parte de uno, porque así como fue, con sus defectos y sus risas —con nuestra madre gritando que le sirvas la leche a tu hermano (de doce años) porque está pequeñito y porque eres la hermana mayor— es perfecto, y en el momento en el que somos conscientes de su pérdida, deseamos aunque sea recuperar un pedacito de su aroma.
Creo no poder entender la dimensión de una guerra —me imagino que es algo tan vasto… Un
viento colosal y yermo que arrasa, retuerce y arranca de raíz lo que encuentra
a su paso. En Las palabras de la noche se manifiesta como una fuerza
devastadora que alcanza a las familias de un pequeño pueblo, mutilándolas,
destruyendo sus historias… Alcanzando incluso lo más íntimo y hondo de cada
quien, dejando una marca profunda que parece sentenciar que la felicidad se ha
perdido. La guerra abre una profunda zanja en el tiempo; y desde el otro
abismo, desde lo irrecuperable, se construye el relato. Ya es imposible volver
a abrazar aquella vida simple de pueblo, hemos sido expulsados de la inocencia
y los tiempos nos empuja a movernos.
¿Por qué se ha echado a perder todo, todo?
El relato me incita a cuestionarme si es posible —después de todo lo acontecido en
la Segunda Guerra Mundial— volver a reconstruir
la historia, y cómo hacerlo. Parece que una historia de amor entre dos jóvenes
se comienza a esbozar, pero el peso de lo vivido es tal, que atrapa en el fango
toda posibilidad. El error está en la obstinación de vivir de la misma manera, de
procurar una reconstrucción idéntica del tiempo pasado. ¿Dónde está la permanencia,
entonces? Si el mundo se ha movido, si los pueblos se han destruido, si la
propia gente ya no es capaz de enfrentarse a la vida, si la huella de la muerte
está a espaldas de tu casa donde han asesinado a Nebbia, tu amigo de la
infancia; si el fascista ha dejado de ser fascista y no puede salir de su
escondite porque tiene miedo… Quizá sea el espacio familiar el único resquicio
donde es posible volver a comenzar… En los diálogos triviales aún permanece lo
simple y bello de la vida cotidiana, en la voz de la madre —aunque por
momentos se trate de un monólogo que procura ordenar y controlar todos los
acontecimientos, imponiendo su punto de vista— parecen sostenerse los vínculos de afecto que nos podrían salvar
de caer en la desesperación.
La felicidad se presenta como un destello sospechoso… Algunos
personajes parten del pueblo con la idea de comenzar una nueva vida, con la
esperanza de volver a ser felices. No obstante, Ginbzburg parece sugerir que la
felicidad, como la proyección de algún ideal, es una trampa. La felicidad no
está en la posibilidad, no es potencia, no se aloja en el futuro, no podemos
controlarla y alcanzarla, aunque esto sirva de consuelo para muchos… Pues la felicidad
parece anidar en el pan con mantequilla, en el vuelo de la mosca… La felicidad
es una burla, estaba presente en nuestras vidas, y nosotros ni la habíamos
notado.
—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el
agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.
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