DINESH
nunca llegó a ser un escritor famoso, pero consiguió escribir y publicar varias
novelas. Traduje una de ellas del original hindi al inglés y traté de hacerla
publicar aquí, pero me dijeron que el contexto de la novela era muy poco
familiar para interesar al público norteamericano. Se trataba un contexto, por
supuesto, familiar para mí; de hecho, yo viví en Nueva Delhi y fui no sólo
testigo de los principales hechos narrados, sino también parte de ellos.
En
aquella historia yo me llamaba Elisabeth (que no es mi nombre); por su parte,
Dinesh, que además era el narrador, se convirtió en D. Tanto la Elisabeth de la ficción
como yo habíamos venido a la
India con el propósito de absorber la sabiduría de una santa
que vivía en un piso alquilado cerca de la estación ferrocarrilera de Old Delhi. Se trataba de un viejo
edificio, tan atestado de inquilinos y sub-inquilinos que parecía estarse
inclinando hacia un lado. Era también muy ruidoso, aunque las dos habitaciones
que ocupaba nuestra maestra presentaban una atmósfera de paz. Sus discípulos se
sentaban con las piernas cruzadas en un círculo a su alrededor, mientras ella
hablaba del Absoluto, tanto en su aspecto de inmensidad inconcebible como en el
de aquella diminuta Persona, no más grande que un pulgar, dentro del corazón
humano.
El
verdadero Dinesh y el de la ficción tenían la misma actitud hacia nuestro
sumergimiento en aquella materia embriagadora. Decía que nosotros vivíamos en
una India inventada en el siglo diecinueve por académicos alemanes y que, por
tener los ojos fijos en abstracciones místicas y míticas, no éramos capaces de
ver hacia abajo, a la tierra y a la gente que la poblaba. Sólo cuando algo
desagradable nos acontecía –una enfermedad, o un tendero gordo que nos
engañaba, o un joven manoseándonos en un bus–, sólo entonces, decía él, nos
dábamos cuenta que vivíamos en un lugar real, una ciudad como cualquiera; y al
momento, nuestra noble, nuestra espiritual India era degradada a un país de
latrocinio y lujuria. Para cuando llegaba a este punto, el Dinesh real, como el
de la ficción, estaba ya bastante fastidiado, pero a diferencia de éste, aquel
se reponía rápidamente y decía: –No tú, por supuesto; esto no es nada personal
–y me deslumbraba con una sonrisa en la que tanto sus dientes como sus anteojos
tomaban parte.
Dinesh
y yo alquilábamos cuartos en la casa del señor y la señora Malhotra, una pareja
de mediana edad y sin hijos, que parecían más hermano y hermana que marido y
mujer. Los dos eran pequeños y delicados, y tenían la piel color de marfil,
mucho más bella que la de Dinesh, que presentaba algunas marcas de antiguas
erupciones. Tenían una sirvienta, Gochi, una vieja y trajinada fregona que
llamaba a sus amos Sahibji y Bibiji, una manera respetuosa de dirigirse a
ellos, que yo también adopté. Al principio, Dinesh y yo éramos los únicos
inquilinos, a pesar de que había otra habitación disponible. La ventaja que
tenía aquella casa era que estaba bien situada, en el centro, casi la única
vivienda pequeña en aquella zona, rodeada por todas partes de enormes edificios
comerciales; pero, por otro lado, era demasiado pequeña, necesitaba urgentemente
que la encalaran y tenía muchos resquicios, los cuales se expandían durante la
temporada de monzones. Había un patio central con una serie de pequeños cuartos
que daban a él; y, frente a la casa, un pedazo de jardín, en el cual estaba
plantado un árbol, con una única rama con vida y algunas hojas enfermas
colgando de ella.
Estaba
contenta de vivir en un hogar indio, ya que no recibía muchas invitaciones a
visitar casas de familia locales; en aquella época había muchas occidentales
como yo, enamoradas de la India ,
y la gente solía reírse de nosotras, quizá porque aquellas que vestíamos saris a veces tropezábamos con ellos y
porque, si bien nos extasiábamos escuchando música india, no éramos capaces de
diferenciar una raga de otra. Por
otro lado, algunas muchachas extranjeras se enredaban con chicos indios
respetables, cuyas familias se veían obligadas entonces a encontrarles
apresuradamente una novia o enviarlos lejos a estudiar.
Nada
de eso hubo entre Dinesh y yo, si bien llegamos a ser buenos amigos. Él era de
Kanpur, hijo de un viuda pobre; había obtenido una beca para la Universidad de Delhi
y, tras graduarse, consiguió un trabajo en All
India Radio. Quería ser escritor, al igual que algunos de sus amigos, todos
ellos con poco dinero de sobra después de que la mayor parte de sus salarios
fuera enviada a sus respectivas familias. Muchos de estos amigos se mostraban
melancólicos y amargos, pero Dinesh parecía siempre de buen humor, si bien me
daba cuenta de que con frecuencia exageraba su algarabía en momentos de estrés.
Le sobresalían mucho los huesos de la cara y su cabello, negro como la brea,
era lacio, poco firme; sus dientes eran demasiado numerosos y grandes para el
tamaño de su boca y, sin embargo, era encantador cuando sonreía.
Él
y yo caminábamos por los parques y jardines públicos, protegiéndonos del sol
bajo los mausoleos y toldos mientras continuábamos con nuestras discusiones. Él
se reía de la idea mía de que era casi imposible para alguien que no fuera
indio entender la India.
–Oh, ya veo –decía con divertida ironía, que era su estado de ánimo favorito
para los debates. –¿Así que tu opinión es que nosotros no somos como los demás
seres humanos sino completamente diferentes, monstruosos y extraños? Y, hablando
de ello, ¿qué me dices de ti? ¿Qué me dices de esto? –preguntaba, señalando mi sari. –¿Por qué te viste con esto? ¿Por
qué estás enamorada de nuestra música, por no hablar de nuestra comida,
nuestros parathas y tandoori rotis y demás? Además, si me
permites preguntar, ¿por qué estás aquí finalmente? ¿No es ello algo extraño?–.
No me daba tiempo de responder; aunque, de todos modos, ¿qué se podía decir?
Todos nosotros en Delhi, pálidos extranjeros, hablábamos sobre ello una y otra
vez: qué buscábamos y encontrábamos en la India. –Sí, sí, sí –decía Dinesh, mostrando todos
sus dientes al sonreír. –He escuchado hablar de ello: nuestra dimensión
espiritual. Pero, ¿dónde está? ¿Me lo puedes decir? ¿Me la puedes
enseñar? No importa. Hablamos de otra cosa más interesante, como por
ejemplo…
–Los
Malhotras –le decía yo. –Nuestros caseros.
A
DINESH no le gustaba el chisme, pero a regañadientes me había contado algo
sobre ellos. Era obvio que los Malhotras eran gente de clase media, educados
(los dos hablaban buen inglés y el marido era, o había sido, abogado), pero su
estatus social se había visto degradado por un escándalo sucedido varios años
atrás. Dinesh me indicó brevemente que el asunto había tenido que ver con el
contrabando de oro y que los dos estuvieron involucrados. Me quedé sorprendida:
¿los dos? No resultaba difícil creer aquello de Sabih; había algo ansioso en
él, como si deseara mucho agradar o, tal vez, ser perdonado. Siempre se
mostraba deseoso de entablar una conversación; es decir, mientras estaba en
casa, que no era mucho tiempo. Salía por las mañanas, ataviado con su corbata
negra y su panamá, dando la impresión de estar yéndose a dirigir algún negocio.
Sin embargo, solíamos encontrarlo después en un modesto café, sentado ante una
taza y hablando con el mesero. Una tarde lo vi haciendo cola frente a la
boletaría de un cine y cuando me vio se llevó un dedo a los labios, divertido y
tolerante consigo mismo. Solía regresar tarde a casa y entonces Bibiji nos
decía que el trabajo lo había retenido en la oficina. Lo decía en un tono muy
serio, que no dejaba lugar a la sospecha de que no existía ninguna
oficina.
Sabih
gustaba de hablar de su vida de estudiante de Leyes en Inglaterra y de las
comidas que había disfrutado en las tabernas adyacentes a los Tribunales que
frecuentaba. Cuando se refería a Inglaterra era como si hablara de un amigo de
familia. También estaba interesado en escuchar cosas de los Estados Unidos;
nunca había estado allí, pero tenía la esperanza de ir alguna vez, aunque sólo
como turista, no como estudiante. Bromeaba diciendo que no había más cosas que
aprender a su edad. Luego me solía pedir que adivinara cuántos años tenía.
Cuando yo, como hacía normalmente, le decía que pensaba que tenía treinta y
cinco, lo cual era como mínimo diez años menos de lo que aparentaba realmente,
él se alisaba el cabello y soltaba una risita contenida diciendo que siempre
había conseguido engañar a todo el mundo acerca de su edad.
¿Había
estado realmente en la cárcel? Él, algunas veces, se refería a su “problema”,
como si esperara que todo el mundo supiera de qué se trataba. Dinesh me contó
una vez, después de mucho insistirle, que Sahib había estado encarcelado mientras
esperaba su sentencia. Cuando ésta llegó, fue parcialmente absuelto de los
cargos, puesto en un periodo de prueba y despojado de su permiso para ejercer
el Derecho. Fueron los otros dos acusados en el proceso los que recibieron
sentencias de cárcel prolongadas; eran manifiestamente más culpables que Sabih,
quien había sido engañado por ellos. ¿Y qué se sabía su esposa? Dinesh se
encogía de hombros, decía que ella había tenido que presentarse varias veces
ante los Tribunales antes de que se declarara su inocencia. Cuando le pregunté
cómo sabía de todo aquello, me respondió que había salido en los diarios. Luego
cambió de tema.
Era
imposible pensar que Bibiji había estado envuelta en un caso penal. Era tan
orgullosa y delicada, con los dobleces de su sari cayendo suavemente a sus pies…
Sus brazaletes y ajorcas eran sólo de vidrio, pero probablemente sustituían a
joyas de oro que, debido a las circunstancias, estaban temporalmente ausentes.
A diferencia de su esposo, Bibiji no salía de casa frecuentemente. Quizá temía
encontrarse con personas que la conocían y tener que preguntarse qué era lo que
estaban pensando. Cada vez que conversábamos, ella escudriñaba mi cara en busca
de información; no sobre mí, sino sobre ella misma, cuánto sabía yo de ella. A pesar
de todo, tal como su esposo, ella parecía ansiosa por platicar con sus
inquilinos. Nunca había visitas en la casa, si bien ella estaba preparada para
recibir en la sala, que estaba amoblada con un sofá azul, dos sillones que
hacían juego y una alfombra. Poseía un juego de té chino y cada tarde lo sacaba
y se sentaba en el sofá a disfrutar varias tazas de té acompañadas de galletas
digestivas.
Si
yo me encontraba en casa, ella me invitaba a acompañarla. En aquellos ratos
solía repetir, como para imprimirlos en mi mente, los detalles de cómo Sahib
había estudiado en Inglaterra y era ahora un persona con una profesión, y cómo
ella misma había sido educada en un colegio para señoritas, donde aprendió las
artes del hogar y música. A veces sacaba su organillo y se sentaba en el piso
con él, cantando canciones que mezclaban motivos eróticos con espirituales. Me
decía que apreciaba mi amor por la cultura india y luego de estar hablando de
mí, pasaba a hablar de Dinesh.
Me
contó que lo había conocido en un paradero de autobuses. Cuando el bus llegó,
se produjo el alboroto usual para subir y ella fue empujada y cayó al suelo. En
aquel desorden sólo una persona se molestó en ayudarla: Dinesh, que a resultas
de ello perdió su viaje. Pero a él no le importaba; sólo quería estar seguro de
que ella no estaba herida. Aún antes de llegar a conocerse, ella percibió en él
una respuesta a algo delicado que había en su interior, y lo mismo en ella con
relación a él. Mientras me contaba todo esto, me miró por primera vez directamente
a los ojos, sin aquel sesgo de miedo y ansiedad que le era usual.
Dinesh
era muy atento con ella. Se preocupaba de llenar sus baldes con agua durante
las horas en que funcionaba el suministro municipal. Notaba si le empezaban a
escasear las hojas de té y compraba nuevas para su lata de reserva, si bien
luego ella le reponía el dinero que había gastado. Ninguno de los dos podía
demostrar hacia el otro toda la generosidad que les hubiera gustado realmente,
pero Bibiji cuidaba de él tanto como él de ella; decía que era como una hermano
menor para ella. Cuando se rompieron sus anteojos, se los arregló con cinta
adhesiva; le preparaba una porción extra de la comida de la tarde que cocinaba
para ella y su marido. Esta comida la tomaban los dos esposos, a solas, en su
dormitorio, a puertas cerradas. Sólo cuando leí la novela de Dinesh supe que no
comían en silencio sino entre murmuraciones feroces y amargas, echándose la
culpa el uno al otro por lo que había pasado.
Fue
el ficticio D. quien describió para mí cómo Sabih conoció a aquellos dos
hombres que lo hicieron su cómplice. Sucedió en un café del mismo tipo de aquel
en la que solíamos encontrarlo ahora, con los mismos manteles manchados de
ketchup, pero en aquel entonces él formaba parte de un alegre grupo de amigos,
que incluía a un periodista independiente, un médico al que habían despojado de
su licencia y el hijo de un industrial. Este último estaba tratando de iniciar
un negocio por cuanta propia y fue él quien les presentó a quien sería su socio
en aquella empresa. El desconocido era distinto de aquel círculo de amigos:
contaba chistes más sucios y se ponía más aceite en el pelo. Decía de sí mismo
que era un hombre de negocios y, deseoso de agradar, les invitó a una ronda de kebabs de pollo.
Sahib
había terminado sus estudios hacía ya varios años, pero aún no había alquilado
una oficina; pensaba hacerlo a partir del momento en que tuviera más clientes.
Era, pues, en su casa donde los dos socios iban a visitarlo; decían que
necesitaban un abogado para que redactara los contratos de la sociedad y que él
era la persona que ellos estaban buscando. Bibiji les llevó vasos de limonada,
a fin de poder echarles un ojo. Más tarde le confió a D. que había tenido sus
dudas respecto del hombre de negocios desde un comienzo, pero que el hijo del
industrial sí le había gustado. No era mucho mayor que un niño, correcto al
hablar y con modales aprendidos en una de las mejores escuelas del país.
Iban
a la casa todos los días y pronto le ofrecieron a Sahib participar en la empresa.
Todo lo que le pedían a cambio era una pequeña inversión para poder comprar oro
de ciertos proveedores confiables, el cual sería revendido con un margen de
ganancia exorbitante por otros proveedores igualmente confiables. Sahib vacilaba;
dijo que debería consultar con su esposa primero. Bibiji se mostraba contraria
al proyecto, argumentando su total falta de experiencia; él le mencionaba
cuáles serían las ganancias, y los dos discutían los pros y los contras.
Sucedió
después, una mañana, mientras Sahib estaba fuera, que el hijo del industrial
vino a ver a Bibiji. Ella estaba precisamente disfrutando de una taza de té y
platicando con Gochi, la vieja sirvienta, que estaba acuclillada cerca de ella
con el vaso de té que formaba parte de su salario. Cuando el visitante arribó,
Gochi se esfumó y Bibiji puso otra taza para su invitado. Éste lo elogiaba todo:
no sólo la taza de té, sino la alfombra y el tapiz que colgaba de la pared
representando a Little Boy Blue, tejido en punto cruz, que ella admitió haberlo
hecho con sus propias manos. Resultaba obvio para el hijo del industrial, que
también provenía de buena cuna, que ella y Sahib era de buenas familias.
Reconoció que lo mismo no podía decirse de su socio; pero entonces se puso a
describir un negocio que éste había concluido satisfactoriamente, con
beneficios sorprendentes. Se podía esperar el mismo resultado, con toda
confianza, de su propia empresa, dijo. Un día, prometió, habría una alfombra
aún más costosa en el piso y brazaletes más grandes y pesados en las muñecas de
Bibiji. Y tal vez ella misma ya no estaría en esta casa, sino en una de las
mansiones nuevas en el sector de los diplomáticos, con un automóvil parado a la
puerta. No, dijo sonriendo, no habría necesidad de que ella aprendiera a
manejar; tendría un chofer a su disposición día y noche.
Le
harían falta al hijo del industrial sólo dos visitas matutinas más a Bibiji
antes de que ella le informara a su esposo que añadiría sus joyas a su aporte
de capital para la empresa. Al escuchar esto, Sahib puso el grito en el cielo
mientras tocaba el oro que adornaba a su esposa desde el día de su matrimonio.
Elle se reía de él: brazaletes más grandes y mejores se compraría, anillos y
collares de perlas, y ¿qué diría de un automóvil con chofer?
Todo
esto lo describe Dinesh en su novela; cómo Bibiji había persuadido a su esposo,
superado su reticencia. Su relato no es de ningún modo reprobatorio; afectuosamente
describe D. sus exclamaciones y gestos de júbilo ante el futuro que se avecinaba.
Es en los siguientes capítulos donde D. narra las escenas de murmuraciones
nocturnas tras la puerta del dormitorio, en las que uno culpa al otro de lo que
luego sucedió. –Tuviste suerte –Sahib le dice a su mujer. –Fuiste tú; tú debiste haber ido, tú la
culpable, no yo–. Como respuesta Bibiji simplemente levanta sus brazos
delgados, cuyos únicos adornos son ahora unas pulseras de vidrio coloreado,
adquiridas de un vendedor callejero.
UN
DÍA encontré a Bibiji en su sofá y a Gochi acuclillada junto a ella en el piso;
las dos estaban llorando. ¿Qué había sucedido? Me explicaron que la hija y el
cuñado de Gochi le habían prohibido volver más a la casa. Habían encontrado
otro trabajo para ella, donde el salario era mejor y la paga regular. Gochi se
cogía de los pies de Bibiji y derramaba lágrimas sobre ellos, mientras que las
de Bibiji caían en el espacio de la cabeza de Gochi en el que su disperso
cabello, teñido con alheña, había dejado de crecer. Ambas se mostraban
impotentes y sin esperanzas, cada una en su peculiar clase de pobreza.
Sugerí
que se podía conseguir un ingreso adicional alquilando el cuarto vacío que
había en la casa a un tercer inquilino; así fue como Karuna –o Kay, como nos dijo
que la llamáramos– vino a vivir con nosotros. Yo la había conocido en la Colonia Tibetana , donde
extranjeros sin medios como yo comíamos potajes deliciosos que, algunas veces,
nos hacían enfermar. Se nos unió allí un nuevo grupo de jóvenes indias,
suficientemente modernas como para faltar a la escuela, dejar casa y familia, y
descubrir (usando nuestra misma jerga) su propia identidad. Kay no se había
escapado de su casa precisamente, pero se había aferrado a sus demandas de
independencia y su padre, aunque sin comprenderlas, había terminado por ser
indulgente con ellas. Él era un oficial del Ejército, al mando de un cuartel en
un puesto de las montañas. Ella hablaba con frecuencia de su padre; parecía
admirarlo, aun cuando se reía de lo que ella llamaba su anticuado estilo “do-do”.
Él la apoyaba con cheques, frecuentes llamadas telefónicas y cartas que ella
sólo a veces respondía.
Cuando
la conocí, ella vivía en una hospedería de la Y.W .C.A. Solía hacer rabiosos chistes sobre aquel
lugar y cuando le hablé de la habitación disponible en la casa, se mostró dispuesta
a mudarse de inmediato. Debo mencionar ahora que aquellas tres habitaciones disponibles
para alquilar no eran sino cubículos, cada uno amueblado con un colchón de
cuerdas, un calendario comercial y una jofaina para agua sobre una mesilla.
Este interior espartano era a lo que Dinesh estaba acostumbrado –no había
conocido otra cosa en su vida– y se acomodaba a mí perfectamente, ya que era
ascetismo lo que había venido a encontrar en la
India. Se acomodaba a Kay, también, sobre todo
debido a que era algo distinto a su casa. De cualquier modo, no pasó mucho
tiempo antes de que ella hubiera colocado una alfombra en el piso de cemento y
reemplazado el calendario que había con un póster de una estrella de rock ya
fallecida.
A
Bibiji le gustó inmediatamente, estaba fascinada por ella, lo cual a Kay le
parecía natural. Estaba acostumbrada a que la gente deseara su compañía, y ella
se ponía a parlotear con Bibiji y Sahib, quien también se había quedado
fascinado. No pienso que les dijera alguna vez algo nuevo o interesante para
ellos; era su persona la que les atraía; su forma de hablar y reír de nada en
particular, que no fuera la Y.W .C.A.
o su familia desesperanzadoramente burguesa.
Dinesh
consiguió que la contrataran en la Sección
Inglesa de All India
Radio. Se convirtió en la pinchadiscos de un programa de pedidos llamado Para ti, con amor, en el que ponía
recientes canciones pop de Inglaterra y Norteamérica que habían sido
seleccionadas por los escuchas junto con mensajes para sus enamoradas o
enamorados. Ella leía estos mensajes con una voz seductora – “Esta es para
Bunny: un millón, un billón de gracias, amor, por los ratos maravillosos”– que
hacía que Sahib asintiera y sonriera con una especie de reconocimiento,
mientras que Bibiji se ponía a mirar hacia abajo, como si ella fuera a quien
aquellas palabras estaban dirigidas.
Dinesh
tenía que despertarla frecuentemente a fin de que llegara a tiempo al trabajo.
Le gritaba desde la puerta de su habitación sin atreverse a entrar y luego,
demasiado tímido para ver a una chica durmiendo en su cama, me hacía entrar a
mí. Kay yacía sobre su estómago, con una mejilla enrojecida y caliente,
presionada sobre la almohada, gimiendo por café. Sahib había comprado una lata
de Nescafé especialmente para ella, y le daba un gran placer entrar corriendo a
la cocina, que en otras ocasiones nunca pisaba, para mezclar el agua con el
café en polvo y removerlo, antes de pasárselo a Bibiji o a mí para que se lo
entregáramos. Dinesh permanecía de pie afuera, al lado de la puerta, mirando
hacia el techo y simulando estar disgustado.
Pero
él también parecía disfrutar de la compañía de Kay. Le hablaba con su usual
torrente de ideas, muchas veces inconexas y, aunque ella le repetía una y otra
vez “fantástico”, en realidad no lo escuchaba y lo interrumpía a ratos,
normalmente con algo que no tenía nada que ver con lo que él estaba diciendo, y
entonces él dejaba abruptamente de hablar, aturdido. Supongo que su cabeza
estaba tan llena de sus propios pensamientos como para dejar sitio para alguna
otra cosa más.
Pero
una tarde ella le preguntó a Dinesh: –¿Y qué hay de ellos…? Tú sabes –e hizo un
gesto en dirección al dormitorio de los Malhotras, donde presumiblemente
nuestros arrendadores estaban durmiendo o hablando entre ellos en voz tan baja
que no se les oía ni una palabra.
Nosotros tres –sus “huéspedes pagantes” como nos llamaban– estábamos en
el patio de la casa, que semejaba un pozo con el sol cayendo por él durante
todo el día, si bien en la noche descendía un aire fresco.
–Su
caso –ella insistía.
Dinesh
sacudió la mano con impaciencia.
–Eso
fue hace doce años.
–¡Doce!
Yo tenía sólo ocho años.
–Seguramente
eras una mocosa desagradable.
–Me
veía como un ángel y era un ángel.
Todos lo decían –ella ignoraba su risa exagerada. Estaba alisando su cabello,
que caía a su alrededor en oscuras ondas de brillos color castaño. No podía
verlos bien en la tenue luz de las estrellas, pero sí era consciente del fulgor
en los ojos de Dinesh; o quizá lo era sólo de su amordazada excitación.
Podíamos escuchar cómo ella, lenta y amorosamente, pasaba el peine por aquel
lujo de seda al mismo tiempo que decía:
–¿Debería
cortármelo todo? Es realmente una molestia.
–Si
te lo cortaras, podrías llegar a tiempo al trabajo y no ser despedida, lo cual
sucederá en cualquier momento –dijo Dinesh.
–Nadie
va a echarme. Me quieren demasiado. Pero, hablando seriamente ahora,
¿estuvieron los dos en la cárcel?
–¿Quién
te ha estado contando cosas?
–Todos
hablan. Tan pronto como escuchan dónde vivo: “¿No son ellos los que estuvieron
envueltos en el caso del contrabando de oro?”. Supongo que no lo pueden
olvidar.
–Supongo
que nadie aprende nunca a ocuparse de sus propios asuntos –dijo Dinesh.
–¿Crees
que nos están escuchando? –ella bajaba la voz. –¿Los dos, con las orejas
pegadas a la puerta?
Era
fácil de imaginar: la pequeña pareja agazapada detrás de la puerta cerrada del
dormitorio, sus corazones saltando, preocupados. “¿Qué estarán diciendo?
¿Estarán hablando de nosotros?”. La idea parecía molestar y avergonzar a
Dinesh. Se volvió a Kay:
–¿Así
que te gusta sentarte a chismear con tus amigos? “Mis caseros hicieron esto,
mis caseros hicieron aquello…”.
–Bueno,
¿es que lo hicieron? ¿Los dos?
Ahora
él ya no estaba seguro de lo que iba a decir. Se dio la vuelta y nos dejó.
–Pero,
¿por qué conmigo se pone de mal humor? –Kay se maravillaba.
REALMENTE
le consternaba la actitud de Dinesh. Estaba acostumbrada a ser admirada por los
hombres y lo tomaba como algo que le era debido. Allí tenía a Sahib, cada mañana,
esperando sin moverse a que gritara por su café y, por las tardes, regresando a
casa más temprano que en otras épocas. Parte de un animado círculo social, Kay estaba
frecuentemente a punto de salir de casa cuando Sahib llegaba; se la escuchaba
maldecir desde su habitación, donde desechaba sin parar un traje tras otro.
Sahib acechaba, sonriente, su puerta, sujetando un libro en las manos y, tan
pronto como ella aparecía, se lo mostraba diciendo: “¿Conoces este libro? ¿Qué
opinas del estilo?”. La mayor parte de las veces ella no tenía tiempo de
responderle; pasaba por su lado, rauda, como una onda de energía y fresco
perfume que ahogaba su desilusión en puro placer.
Cuando
estaba en casa, ella se paseaba de arriba abajo, hablándole a quien estuviera cerca.
Si tenía que escribir una carta a su familia –con muchas frases subrayadas y
signos de exclamación– prefería hacerlo en la sala de estar, donde podíamos
hacerle compañía. Sahib encontraba entonces su oportunidad. Había hallado una
desgastada copia de una novela de Françoise Sagan, que le fascinaba. Preguntaba a Kay:
–¿Es verdad? ¿Es así
como se comportan las chicas de hoy, tan libremente y sabiendo tanto sobre
sexo?–. La palabra “sexo” –seductora, expectante–
se posaba en sus labios, a la espera de que ella la tomara. La risa de Kay
aludía a ámbitos de los que él estaba excluido. Sahib apartaba el
libro. –¿Y tú? ¿Tienes
algún amigo? ¿Un caballero? –guiñaba un ojo. –¿Un enamorado?–. Ella se reía más aún, y él también se reía,
disfrutando de la conversación, disfrutando de ser objeto de sus burlas,
disfrutando de ella. En aquellos momentos, su verdadera naturaleza –vivaz,
alegre– parecía relucir por debajo de su eclipse de deshonra y humillación.
Cuando
Dinesh escuchaba a Sahib, preguntando a Kay sobre libros, le decía a éste:
–¿Qué
te hace pensar que ella lee?
–¡Eso
es todo lo que sabes decir! –gritaba Kay entonces, añadiendo: –Dinesh me odia–.
Pero lo hacía con una sonrisa que mostraba sus sospechas de que aquello no era
totalmente cierto.
EN
SU novela (como el personaje D.), Dinesh admite que nunca había conocido a
nadie como Kay, una chica emancipada de su clase social. Las únicas mujeres que
habían estado cerca de él eran su madre y sus hermanas. Era constante el
intercambio epistolar entre ellos y muy fácil saber cuándo había llegado una
carta con malas noticias. Acabando la mañana, él anunciaba que tenía permiso de
la Radio para
ausentarse y partía en el tren de la tarde. Al regresar, días después, parecía que
había conseguido arreglar todos aquellos problemas que había encontrado en su
casa o, al menos, que había aceptado su existencia.
Cuando
Dinesh se ausentaba, Bibiji no cantaba con su organillo. Pero el día que
regresaba lo volvía a sacar y acompañaba con él una de sus ambiguas canciones
de amor, humano o divino. A veces Sahib se paraba a su lado, tapándose los
oídos y haciendo muecas juguetonas hacia nosotros. Pero Dinesh, que era un
amante de la música india y podía reconocer cada raga desde las primeras notas, escuchaba con respeto. Si ella se
equivocaba, él le canturreaba las notas correctas; odiaba las canciones pop que
Kay presentaba en su programa y si encontraba a los Malhotras escuchando aquel
show ponía cara de asco. –¿Por qué escuchan esa cosa? –decía. –Está hecho por
idiotas, para idiotas–.
Una
vez Sahib le contestó: –A mí me encanta. Es música para gente joven, ¿es que no
te gusta la gente joven?–. Luego se cohibió un poco, como solía hacer cuando
estaba a punto de decir algo “picante”. –Yo conozco una joven que a ti te gusta.
Quizá
debimos haber adivinado los sentimientos de Bibiji después de su explosión de
rabia de aquella vez. Pero, ¿cómo podíamos saber? ¿Cómo alguien lo podía saber?
La actitud de Dinesh hacia las mujeres siempre había sido tuitiva, y tales eran
sus sentimientos hacia Bibiji; estaba de acuerdo con que ella lo considerara
como a un hermano. Ése era el único tipo de relación con una mujer que él
realmente conocía.
Respecto
a Kay, él se veía como un observador no comprometido, analizándola a ella y al
tipo que representaba. Probablemente tomaba notas sobre ella, como hacía D. en
su novela. Ella, en cambio, tenía mucho menos tiempo para dedicarle; con
frecuencia no regresaba a casa después del trabajo sino que se iba con sus
amigas a lugares de moda que él nunca había visitado. Muchas de sus amigas se
habían escapado de casamientos arreglados o, simplemente, como Kay, habían
conseguido que sus familias respetaran el estandarte de su independencia. Lejos
de sus madres y nanas por primera vez, andaban desarregladas y sin fijar la
atención en nada, dando fiestas por la noche, con música, baile y bebidas. A
Dinesh, por supuesto, nunca lo invitaban, pero Kay le decía: –Ellas te quieren
conocer–.
–¿Quiénes
me quieren conocer?
–Mis
amigas.
–¡Gran
honor! –contestaba. Él conocía a algunas de sus amigas por la Radio ; lo ignoraban, al
igual que a todos lo que trabajan allí para vivir. Pero ahora Kay les había
comentado que él era escritor, y eso había elevado su estatus entre ellas,
porque se publicaban artículos sobre escritores en las revistas, con fotos de las amigas
extranjeras que los habían seguido hasta la India. Dinesh negaba furiosamente
ser un escritor; decía que no había publicado nada hasta ahora y que quizá
nunca lo haría.
–¿Entonces
qué es lo que andas garabateando todas las noches? –le escuché una vez
desafiarlo, ya que, por más tarde que regresara de sus salidas, siempre
encontraba la luz encendida en su habitación.
Estaba
de pie mirando dentro del cuarto, donde él, sentado en su cama con las piernas
cruzadas, tenía una libreta de notas en el regazo. Ella se había soltado el
cabello –esta escena aparecía también en la novela– y, enrollando una hebra
alrededor de un dedo, dijo: –¿Escribes una novela? ¿Aparezco yo?–. No le
molestaba que él la estuviera ignorando. –¿Qué estás escribiendo sobre mí? Déjame
ver. ¿O es que es demasiado feo y sucio?
Entonces
él levantó la vista; sólo para dejarla caer de nuevo, inmediatamente, porque
ella no se había dado cuenta, o simplemente no le importaba, que la parte superior
de su sari estuviera desprendida, dejando a la vista sus pechos inadecuadamente
protegidos por una pequeña blusa. Él dijo: –Ten la amabilidad de cerrar mi puerta
y no volverla a abrir jamás.
–¡Escuchen
al señor gruñón! ¿Qué pasa contigo? ¿Qué mosco te ha picado?
Esa
noche, D. escribió en su libreta de notas: “Si no fuera estúpida y una tonta,
sería puta”. Pero, en otros lugares de la novela, era él quien se llamaba a sí
mismo estúpido y tonto.
No
pasó mucho tiempo antes que nos dejara. Ello aconteció un día o dos después de
que su padre, el brigadier, viniera de visita… O más bien a inspeccionarnos. Su
jeep militar, parado afuera, parecía tan grande como la casa, y él mismo se
salía de la silla que ocupaba, sentado con su gruesa pierna cruzada encima del
muslo de la otra. Sahib no podía parar de hacerle conversación. Hablaba de
golf, de los últimos partidos de prueba de cricket y otros temas que debían serle
de interés al visitante. Pero el brigadier permanecía mirando al reloj en su velluda
muñeca y preguntando para cuándo esperaban que regresara Kay. Nadie quería
informarle que sus horarios eran tan impredecibles como ella misma.
Tuvo
tiempo suficiente para tomarnos la medida y, evidentemente, no pasamos la
prueba. Yo era el tipo de extranjera por el cual él no sentía respeto (la
“típica hippie”), y el modo cómo observaba a Dinesh, con su camisa gastada de
tanto lavar y sus lentes pegados con cinta adhesiva, provocó que Sahib tratara
de explicarle rápidamente que se trataba de un escritor. Como el brigadier no dejaba
de golpear, con enfado, su bota con su bastón de mando, Bibiji añadió: “Está
escribiendo una novela”.
–¿Dónde
está ella? –fue su única reacción y, cuando le contaron que había salido con
sus amigas, dijo: –¿Qué amigas? ¿Quiénes son?–.
Sabía
muy bien, sin embargo, adónde podía ir a divertirse una chica como su hija, con
la mesada que él le entregaba. No tenía objeciones para esas amistades: hijas
de otros oficiales del Ejército o burócratas de alto rango. Lo que le censuraba
era que estuviese viviendo con nosotros, en aquella casa.
Cuando
regresó, al siguiente día, permaneció afuera, en el jeep, mientras Kay empacaba
sus pertenencias. En silencio, paralizados, la observábamos. Lloraba, pero no
estaba desconsolada. Al parecer, su padre no había perdido tiempo en encontrar
un lugar adecuado para ella: un cuarto en casa de la viuda de un coronel. –Esa
es la gente que papá conoce –decía ella. –Gente dodó como él y burgueses aburridos–. Pero la casa estaba cerca de
donde vivían algunas de sus amigas y daban fiestas. –Vendré a visitarlos –prometió.
–La pasamanos tan bien–. Pero lo dijo algo distraídamente, mientras aseguraba
su maleta, y mordiéndose el labio, como hace la gente cuando piensa en no estar
olvidándose nada.
LOS
días que transcurrieron tras la marcha de Kay fueron excepcionalmente calurosos
–estábamos a mediados de julio– y, como sucede siempre, la atmósfera de la
ciudad estaba recargada. Lo mismo que la atmósfera en casa de los Malhotras. Parecía
haber tenido lugar un cambio en las relaciones entre marido y mujer. Estaban de
pronto agrios y enfadados el uno con el otro. Quizá fuera éste el modo en que
se comportaban siempre, una vez cerrada la puerta de su habitación, pero ahora
no esperaban a encontrarse solos. Peleaban debido a la marcha de Kay,
culpándose mutuamente por haber dejado que su padre se llevara una impresión
equivocada.
Decía
Bibiji: –Debiste haberle explicado que eres abogado, que has estudiado en el
extranjero, en lugar de todo ese farfullo sobre golf. Y no me gustó la forma
cómo miraba a Dineshji.
Sahib
le explicaba: –Ya puedes ser un famoso escritor, un graduado de Oxford…, si no
les hablas de whisky o de golf, no sirves para lamer sus botas. Pero él sabía que
conmigo trataba con un hombre como él. Un caballero.
–Ah, ¿sí? Y que
más cosas crees que sabía?
–¡Nada!
¡No sabía nada!
–¿Sí? ¿Cuándo vas
por la calle, nadie sabe nada? –su voz se hizo un susurro: –¿Nadie dice: “mira, estuvieron
encerrados”?
Él se le acercó, amenazante: –Tú me metiste allí.
Ella no retrocedió un centímetro. –Es mi culpa. Todo
es mi culpa. Esto es mi culpa –y agitaba sus brazos con los dijes de vidrio.
–Como una barrendera. Esto es lo que pensaba: “Mi pobre hija, viviendo en casa
de una barrendera”.
Sahib retrocedió. Bajó la voz: –Nadie piensa eso. Nadie se atrevería.
–Cuando eres
pobre, todos se atreven. Te empujan en la calle –Bibiji había empezado a
derramar lágrimas. –El lechero al que no le pagas, te comienza a decir cosas.
Él susurraba: –Le pagaré mañana. Les pagaré a
todos. No, por favor. Sigues siendo mi princesa.
No estuve allí para ver el comienzo de su siguiente
pelea, tampoco Dinesh. Aquella pelea era en realidad acerca de él, y está
reconstruida en su novela. La escena, en mi traducción, viene así:
–Lo que a él no le gustó fue que D. estuviera viviendo
en la misma casa que su hija. Mirándola –dijo
Sahib.
–Él no la ha mirado nunca –dijo Bibiji.
–¿Es mi culpa que no tengas ojos para ver?
–¡Nunca en su vida se ha fijado en ella!
–¿Ni siquiera cuando se peinaba el cabello? –sonriendo
hizo el gesto, lento y sensual, de una mujer pasándose el peine por el cabello,
cada hebra viva, cayendo sobre sus hombros y bajando por su espalda. –No me
gustaría que sepas qué es pasaba con él entonces–. Se acercó para susurrarle al
oído: –Igual que un perro. ¿Has visto a un perro?
Fue en ese momento que D., en la novela –y quizá
también Dinesh en la vida real–, llegó a casa. Burlón, Sahib se dirigió a él:
–¿No la extrañas? –dijo, repitiendo el gesto del peine moviéndose por las ondas
de cabello. D. no pudo siquiera hacer como si no entendiese y Bibiji, sin
mirarlo, huyó a la cocina. Con sus manos temblorosas, se puso a pelar
papas.
Sahib estaba contento de haberse quedado a solas con
D. Le dirigió una sonrisita, de hombre a hombre. –Estas chicas… las manda el
diablo para volvernos locos a los pobres hombres. ¿Pero, no es una forma linda
de volverse lunático?
-Ya se fue –le dijo Dinesh. –Ahora puedes relajarte.
-¿Y quién quiere relajarse? Que se relajen los
muertos. ¿Cuál de los dos crees que le gustó a ella… tú o yo?
D. se fue a su habitación. Su casero lo siguió,
ansioso. Se sentó en su cama y lo observó cambiarse la camisa del trabajo por
una que estaba demasiado raída para salir a la calle. Los hombros de D.,
visibles ahora en su ropa interior, no eran anchos ni varoniles, pero Sahib
decía: –Al menos eres joven… tienes chances. Quizá le gustabas. Quizá le esté
diciendo a su papi en este momento: “Regrésame con él”. ¿No
crees que tengo buena imaginación? Yo debería escribir libros, no tú. –Se rió lo
suficientemente fuerte como para que Bibiji lo oyera y saliera de la cocina con
la papa que estaba pelando.
-¿Escuchaste? –le preguntó a ella. –Él piensa que yo
debo escribir libros y volverme famoso.
-¿Por qué estás sentado en su cama? Párate.
-Y cuando sea famoso todas las chicas van a correr
detrás de mí, y será por mí que dirán: “Papito, por qué me alejas de él?”.
-Ay, amigo, estás hablando tonterías.
Sahib le guiñó el ojo a su mujer. –¿Escuchas? ¿Qué
clase de libros puede escribir alguien que piensa que el amor y el romance son
tonterías?
D. estaba luchando para ponerse la camisa, pues se
sentía temeroso y avergonzado en su raída ropa interior. –Sí, claro, ponte tu
ropa –Sahib lo conminó. –No te muestres delante de mi mujer. Va a imaginarse
cosas.
–Es él –le dijo desesperada Bibiji a D. –Es él quien
se imagina cosas… Sobre ella y tú. Todas mentiras. Eres un mentiroso
–dijo, volviéndose a Sahib. –Y sal de este cuarto… No deberías estar aquí con
esos pensamientos.
–¿Y qué hay de tus pensamientos? –dijo Sahib,
disfrutando de la maldad que nacía en él. –¿Acaso no sé que los tienes? ¿No
estoy veinte años casado contigo, acostándome junto a ti mientras piensas
cosas?... ¡No sobre mí, claro, quién soy yo, una ruina, pero sobre otros, como
tu alojado, que te paga una renta, qué suerte la tuya!
¿Había ese día, tal como se describe en la novela, un
vendaval de polvo? Era la estación propicia… Después de una día de calor
infernal, de pronto, vientos salvajes, cargados de la arena del desierto, atravesando
en remolino la ciudad. Me parece recordar que yo regresaba de la casa de mi
maestra en medio de una tormenta como esa, pero debe de habérmelo sugerido la novela
de Dinesh (pues es diestro para esta clase de efectos). De donde haya sido que
viniera aquel recuerdo, el caso es que, en mi memoria, la escena en casa de
los Malhotras está enmarcada en columnas de polvo que se arremolinan afuera,
azotando el árbol, doblando su enfermizo tronco, deshojando completamente su
moribunda fronda. Atragantada de polvo, que me escocía los ojos, entré a tientas
a la casa. Lo primero que noté fue que las ventanas no se habían cerrado, por
lo que el vendaval silbaba dentro tan fuerte como afuera. Fue sólo cuando logré
cerrar cada ventana de la casa que me percaté de las personas que estaban allí.
Se encontraban en el living: Bibiji en el piso, sobre
la alfombra, no como usualmente se sentaba allí, cantando con su organillo,
sino con sus rodillas en alto y escondiendo su rostro en las manos. Dinesh se
estaba doblando sobre el sofá, cuando se volvió hacia mí y dijo: “Busca un
doctor”.
Escuché gruñir a Sahib: “Déjenme morir”, antes de que
realmente lo viera echado en el sofá.
Dinesh le preguntó a Bibiji: –¿Dónde podemos encontrar
a un doctor cerca de aquí?–. Los gruñidos de dolor de Sahib se transformaron en
gemidos de pánico: –Nada de doctor.
–¿Vamos a dejarte sangrar hasta morir? –dijo Dinesh.
La sangre se rezumaba por la camisa de Sahib y se iba expandiendo lentamente
por todo el pecho. Tenía los ojos cerrados. Su rostro, la
palidez de un muerto, pero conservaba energía suficiente para insistir de
nuevo: –Nada de doctor.
Fui a buscar una sábana que retazar para hacer un
vendaje. Mientras atravesaba el patio, vi una papa a medio pelar en el piso y
no muy lejos, como si lo hubieran arrojado allí, el cuchillo con el que la habían
estado pelando. Recogí el cuchillo y encontré sangre además de trozos de
cáscara. Dinesh me estaba gritando: “Apúrate”, por lo que en lugar de una
sábana rasgué la parte superior de mi sari. Ayudé a Dinesh a enderezar a
nuestro casero para que estuviera sentado y pudiéramos aplicarle el vendaje.
Sahib gruñía y lloraba allí entre nosotros dos, pero cuando le pregunté si le
estábamos haciendo doler dijo que no y por tercera vez añadió: “nada de doctor”
y Bibiji ahora lo secundaba.
La voz de ella lo reanimó: –Quiere que me muera… ¿Por
qué otra razón atenta contra mi vida?
Dinesh me dijo: –¿Qué es ese cuchillo?–. Yo lo había
olvidado por completo. Lo recogí del lugar donde lo había arrojado antes.
Sahib, ahora vendado y sentado en el sofá, dijo:
–Desháganse del arma homicida.
Bibiji se levantó y me la quitó. La contemplaba al
derecho y al revés. Le dijo a Sahib: –Puedes decir que te lo hiciste tú mismo–
y le demostraba cómo, llevándose el cuchillo al pecho.
–¿Por qué querría
yo mismo matarme y no tú a mí?
–La gente suele
matarse. Tú mismo, aquella vez, y si yo no hubiese encontrado…
–¡Lo compré para
las ratas!
–Escribiste una
nota –le susurró. –Una nota suicida. La policía se la llevó. Está en sus manos.
Él también estaba susurrando ahora; de debilidad y de pena, pero también porque era ese el modo en que se hablaban cuando tenían algo
malo que decirse. –Yo me quería morir. Esta es la segunda vez que me matas–. A
mí y a Dinesh nos dijo: –Sí, llamen al doctor. Déjenlo que traiga a la policía.
Que se la lleven a ella esta vez.
–De
acuerdo. Que me lleven –dijo ella con indiferencia.
–¿Tú? Como si fueras
capaz de aguantar allí… ¡Limpia el mango! –y ella se puso a hacerlo en uno de
los cojines, pero sin mucha eficacia, por lo que Sahib dijo: –Más, más… Ahora,
dámelo… ¡No lo toques! Qué tonta. Cógelo con el sari.
Así fue como se lo entregó. Apretó sus dedos en el
mango, pero estaba demasiado débil para agarrarlo bien y cayó al piso. Todos
lo estábamos mirando. Nadie quería cogerlo.
Al fin dijo Dinesh: –Suicidarse es también considerado
un delito grave.
Bibiji gimió: –¡Él no ha hecho nada!
Sahib abrió sus ojos. Murmuró: –Traté de matarme. Me
clavé un cuchillo.
–¡Fui yo! –se volvió ella a Dinesh: –Tú me has visto.
Y has oído lo que dijo. Las mentiras sobre ti. Es por eso que lo hice. No
puedo soportar las mentiras –se cayó al piso. Sus hombres temblaban con los
gemidos; mudos gemidos, pero eran más de lo que su esposo podía soportar.
Le dijo: –Era broma. Sabes cómo me gustan las bromas
–. A Dinesh le dijo: –Dile que la chica no significaba nada para ti. Dilo.
Dinesh había bajado la vista. Cuando habló, lo hizo
con la voz ahogada del hombre veraz que está fabricando una mentira. Pero
Sahib pareció satisfecho. Dijo: –Mi pobre mujer. No entiende que cuando aparece una
chica es humano ponerse uno gracioso. A todos les pasa. Pero en realidad hay
una sola persona, y cuando ella canta y toca su organillo… Oh, oh.
–Creo que se ha desmayado –dije, porque su rostro
estaba pálido y había cerrado los ojos otra vez.
–No –con un esfuerzo se acercó a Dinesh: –Dile que es
verdad lo de sus canciones: cómo te gustan… Porque son muy bonitas y porque
ella es quien las canta–. Cuando Dinesh lo confirmó, con la misma voz ahogada
que antes, Sahib se quedó satisfecho y no añadió nada más.
EN LA novela, el marido muere durante la noche y la
mujer se vuelve loca de pena y remordimiento. Pero Sahib no murió, ni Bibiji se
volvió loca. En lugar de eso, ella demostró ser muy práctica. Fue ella quien lo
cuidó y quien curó su herida cada día. Yo retacé todos mis saris, y con Dinesh
los convertimos en vendas. Nunca llamamos a un doctor. La única persona que nos
asistió fue Gochi, que trajo un ungüento de hierbas que ayudó a que la herida
sanase. No preguntó nada; probablemente estaba acostumbrada a situaciones
domésticas difíciles y hasta violentas, y era mujer más sabia que el resto de
nosotros.
Pero nosotros, asimismo, aprendimos a ser menos
inocentes. Dado que era necesario un nuevo inquilino para el cuarto de Kay, nos
preocupamos de que no fuera una joven sino una mujer de mediana edad la que
viniera a la casa. Poco tiempo después, Dinesh solicitó un traslado a su ciudad
natal (dijo que su familia lo necesitaba) y para reemplazarlo encontré a una
mujer aún más vieja, a quien conocí en casa de mi maestra. Bibiji comenzó a
cocinar para sus inquilinos, lo que incrementaba sus ingresos. Los Malhotras no
comían ya solos en su habitación, a puertas cerradas, sino que se sentaban con
sus inquilinos en la alfombra de la sala, según el modo tradicional, con sus
dedos de los pequeños cuencos. A veces Bibiji sacaba su organillo, aunque con
menos frecuencia que antes, y sus canciones ya no eran ambiguas sino simplemente
espirituales. Las visitas a mi maestra se fueron haciendo menos satisfactorias.
Extrañaba, asimismo, a Dinesh. Poco después de que él se marchara para Kanpur,
decidí yo también regresar a mi país.
En mi carta de despedida, le describo la situación de
la casa: “A veces las tres mujeres están todas tristes, de lo que deduzco que
se están contando sus problemas. Gochi, cerca, en cuclillas, se toma su té y
aporta sus propios comentarios sobre las vicisitudes de la existencia. No puedo
entender siempre lo que dicen, y estoy comenzando a pensar que tienes razón y
que en lugar de estar afanándome tanto con los Upanishads, etc., debería
aprender mejor el hindi. Puedo hasta ver tu cara… Estarás pensando, ajá,
finalmente ya tuvo suficiente de nuestra antigua sabiduría. Pero es sólo que es
difícil para mí pensar en todo lo que hay en el mundo, incluidos nosotros, como
pura ilusión. No creo que la miseria humana sea una ilusión y, en lugar de
andar negando completamente su existencia, me gustaría aprender formas de
resolverla. He descubierto que hay un centro budista en Connecticut, no muy
lejos de la casa de mis padres. Así que ahora, si quieres, me puedes imaginar
con la cabeza rapada, llevando una túnica budista en vez de mis saris. En
cualquier caso, como bien sabes, ya no me queda ningún sari; todos se
convirtieron en vendas. Pero definitivamente voy a aprender hindi, y así podré
traducir tu novela. Como diría Kay: ¿Aparezco
en ella? ¿Y los Malhotras? ¿Y la misma Kay, tan ominosamente alisándose el
cabello?”
INNOCENCE, Ruth Prawer Jhabvala