Leer
a Iris Murdoch (1919-1999) es también dejar de lado la resistencia que
erigimos ante cualquier otro, aquello que nos vemos llamados a montar
como muestra o expresión de lo que llamamos ego. Es dejar de lado el impulso que nos lleva constantemente
a transformar lo que está cerca de nosotros para disponernos a un estado
pasivo-activo, tenderse voluntariamente en la yerba húmeda para sentir las
gotitas frías que se abren paso hasta nuestro cuerpo, y lo hacen vivo. Alguien
me replicará diciendo que toda lectura implica cierta inercia, pero con Murdoch
no se trata de dejarte llevar, sino que ella te arrastra como cuando un
impetuoso río desbordado toma sin reparos hierbajos, rocas, vergeles y hasta
tejados. Es que con Murdoch resulta imposible proyectarse en los hechos, no
sabes qué es lo que va a suceder y, por lo tanto, no sabes dónde vas a
terminar… Te conduce por los rincones más insólitos del ser humano –y que, mira
tú, terminas reconociéndolos– pasando por acontecimientos, a veces insólitos, a
veces dramáticos, pero que, como en la vida, poseen cierta iridiscencia que
permite que no caigamos en la auto-conmiseración; y, de pronto, te sorprendes a
ti misma quebrando el cristal del silencio con una carcajada. Y tomas el libro
entre tus manos, lo cierras con delicadeza –como lo harías con un pájaro–
porque no quieres que se te escape aquello que no puedes decir con palabras.
Murdoch,
más que novelista, es una gran intelectual, una de las más grandes, y su obra
literaria, desde mi punto de vista, es comparable a la de Shakespeare y Dostoyevski.
Estar frente a ella es estar de pie frente a un titán, alguien inconmensurable, que ha sido capaz de dar a los personajes un ser que constantemente pone
a prueba. Como en las obras de aquellos grandes genios literarios, sus
personajes poseen verdadera libertad, son seres con personalidades propias –sumamente
complejas–, que actúan autónomamente de acuerdo con ellas. Es decir, son como
encarnaciones y no meras representaciones, y Murdoch es la diosa que observa,
sin involucrarse, con su cuaderno en la mano… Unas veces, parece oírsele reír… Otras,
tomar nota –con gesto circunspecto– sobre aquellos actos que revelan la tensión
entre la proyección ideal que hacemos de nosotros mismos, guiados por
imperativos o prohibiciones, y aquello que ni notamos, pero que nos pertenece
como algo muy profundo y arraigado, que nos conduce a andar dando traspiés, uno
tras otro, a cometer “sin intención” acciones que pueden ser catalogadas como moralmente
“malas” y con severas consecuencias.
Lo
que Murdoch entendió –y que manifiesta en La Campana (1958)– es que la
base moral sobre la que se sostiene la sociedad contemporánea occidental es
profundamente religiosa, a pesar de que ésta (la religión) ya no tiene lugar. Murdoch
explora tanto la dislocación entre el imperativo religioso del amor al prójimo –que
roza la perfección– y el amor posible humano, así como las dificultades de la
gente para situarse empáticamente respecto a los demás y actuar con
responsabilidad. La Campana no es una crítica pesimista a la búsqueda de
la virtud; más bien, en esta novela Murdoch indaga acerca de las posibilidades que
tenemos para lograr una simple convivencia armoniosa en medio de un mundo donde
las directrices morales han desaparecido.
Siguiendo
estos presupuestos, Murdoch reúne a sus personajes –por demás variopintos– en la comunidad laica de Imber-Court, a la sombra de un monasterio benedictino de
monjas de clausura. Esta comunidad tiene su sede en una casa heredada por el ex-maestro
Michael Meade, en la que ha establecido este enclave secular-religioso, dejando
atrás voluntariamente todas las comodidades de la modernidad para adentrarse en
una vida austera y autosuficiente. El lago profundo de aguas negruzcas domina
el paisaje y juega un papel mágico de espejo, de donde emerge la dualidad:
presencias similares, los actos errados repetitivos, la sensación de déja vu…
la aparición de una campana de la abadía
medieval perdida en sus profundidades hace cientos de años, supuestamente como
consecuencia de una maldición por el amor prohibido entre una moja y un joven
que solía visitarla….
En
este espacio intermedio, situado entre la abadía (que está fuera del mundo) y
la ciudad de Londres (el mundo), es donde Murdoch ha elegido escenificar, con ingenio
y humor, temas como el de la espiritualidad, el amor y el sexo. Michael, un
personaje muy interesante, homosexual y con expectante aspiración al sacerdocio,
se ve a sí mismo, y con pesar, involucrado nuevamente en una relación con un
muchacho joven. Parecemos ser partícipes de un juego tramposo, en el que son
enormes las posibilidades de que se yerre dos veces, así se procure
llevar una vida hasta cierto punto iluminada, así uno pretenda seguir al pie de
la letra los preceptos religiosos. Y la culpa no soluciona nada, la culpa se
lleva dentro y es más una carga espiritual que no nos sirve para solucionar los
vínculos ya rasgados. Murdoch parece sostener cierta visión pesimista respecto de
la trascendencia del ser humano, parece sugerir la idea de que somos “juguetes”
no solo del destino sino de nosotros mismos. No obstante, Murdoch plantea que,
si bien nunca seremos perfectos, la redención es posible en el hacer intento
de la perfección. Recordemos que la abadesa aconseja a Michael en su época de
crisis: “[…] que, en última instancia, todas nuestras fallas son fallas de
amor. No debe condenarse y rechazarse el amor imperfecto, sino tratar de
perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás”. Es
decir, “solo podemos aprender a amar amando” (pág. 286).
Pero,
si ya no hay certezas ¿bajo qué guía podemos llevar la expresión
de que “la práctica hace a la perfección”? ¿Dónde podemos encontrar el ancla o
el punto focal que nos permita trazar ese camino? Es allí donde tiene que
aparecer Dora, la esposa errante que vuelve junto a su marido, un académico dominado
por sus celos, a continuar su vida “embrutecedora”. Dora, en una de sus huidas
a Londres, acude a la National Gallery, donde, vive tal experiencia fascinante, que vale la pena mencionar. Dora llega a la National Gallery
no porque haya tenido intención especial de ir, sino porque buscaba el lugar adecuado para poder pensar tranquila, un santuario acogedor. Con una especie de
gratitud, Dora observa el retrato de las dos hijas de Gainsborough, se
maravilla y su corazón “se llenó de amor […]. Pensó que allí por fin había algo
real y perfecto” (pág. 232). Murdoch escribió alguna vez que “el amor es la
comprensión extremadamente difícil de que algo más que uno mismo es real”. El
amor, y a través de éste, el arte y la moral, son la comprensión de que algo
más es real en el mundo. Aquella posibilidad abierta de encontrar la guía de la
perfección moral en el arte más allá de la religión o la ley, y no como un
imperativo, es lo que mantiene aún la esperanza en su obra. Dora encuentra en el arte el punto focal que
le permite generar cierta empatía imaginativa hacia otros que no comparten con
ella una forma específica de fe, sino que avanzan junto con ella, como pueden, oscilando
y fallando, frustrándose antes sus fracasos, aprendiendo a amar, amando.
La Campana (Iris Murdoch): Alianza Editorial 1983
Traducción: Flora Casas
Número de páginas: 383