miércoles, 30 de noviembre de 2011

El amor verdadero (JM Guelbenzu)



Esta novela nos presenta el devenir, a lo largo de más de media centuria, de un grupo de amigos que tienen en común haber nacido en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil española, haber crecido a la sombra del franquismo y haber madurado en la época de la transición y los primeros años de la democracia de aquel país.

De entre todos ellos destaca la pareja que conforman Clara y Andrés, y lo que los diferencia del resto es que ellos son el uno para el otro, el hombre y la mujer de sus vidas, respectivamente, o, en palabras del narrador, que ellos sí ha llegado a conocer el amor verdadero.

Casi al inicio de la narración leemos lo siguiente: “Dinero, poder, gloria, sexo… ¿por qué no acaban de ser una compensación ante la dolorosa contemplación de la luz en decadencia? Pero queda lo que en verdad acompaña a los afortunados, a aquellos que han conocido, por sentimiento, inteligencia y esfuerzo, el amor verdadero.”

Toda la obra gira en torno a esta proposición y busca ser algo así como una demostración de ella. Ni la opresión de la familia tradicional, la religión y el régimen político durante la juventud, ni los desencantos que trae después una vida de menor estrechez ideológica y moral, en los años ochenta y noventa, hacen palidecer la fuerza de este particular vínculo, cuya esencia los protagonistas, a medida que van haciéndose mayores, tratan de elucidar.

En la base de este vínculo amoroso no está ni la tradición (específicamente las creencias religiosas o la esperanza de una vida después de la muerte) en la que han nacido los protagonistas, ni el escepticismo racionalista que profesan desde muy jóvenes, y lo que la novela finalmente va revelando o explicando es precisamente que este vínculo es lo único auténtico o real –en contraste con la insuficiencia radical de creencias e ideologías– que sostiene la posibilidad de una vida feliz y constituye la base sobre la que descansa el destino de esta pareja.

Por la calidad y precisión de su prosa (salpicada de pertinentes citas poéticas que van desde Jorge Manrique hasta Elizabeth Bishop), propia de un autor verdaderamente maduro, y su persistencia en no caer en complacencias, la lectura de esta novela es muy grata y da pie a múltiples reflexiones acerca de los alcances de todo el argumento. En lo personal, me pareció que la emotividad y belleza de las páginas del comienzo, cuando fluye en el relato una intensa fuerza vital, que empuja el nacimiento de los protagonistas y su andar durante los primeros años de niñez y juventud, se resiente mucho después. En efecto, la posterior madurez y asentamiento de los protagonistas en una vida estable encasilla esta fuerza y, a medida que aquellos tratan de darse una explicación de sus destinos, aparecen formulaciones morales que dan lugar a una especie de "doctrina" acerca de cómo hacer para vivir bien y feliz. Clara Zubia (el personaje más interesante, junto con Cadavia) se va convirtiendo en una especie de sacerdotisa o “santa” que encarna y enseña a los demás esta doctrina de vida y pierde así mucho de su encanto inicial.

Por otra parte, me he preguntado muchas veces por qué tenían los dos que ser tan afortunados. Ambos se rebelan contra sus respectivas familias (sobre todo Clara) pero se dejan sustentar por ellas mientras estudian en la universidad sin saber exactamente qué van a hacer con esos estudios más adelante; después de acabar de estudiar tienen la oportunidad de coquetear con una y otra actividad laboral, mientras se refugian, en la noche madrileña, de la mediocridad de la “vida oficial”. Cuando finalmente pasa la edad de las juergas nocturnas, llega con la democracia una bonanza económica de la cual se agarran para acomodarse muy bien como pareja casada con hijos. Cuando se les viene una crisis, la herencia que recibe Clara de su odiado padre les da un respiro valioso. El resto de sus amigos sucumben a la soledad, a las componendas, a la enfermedad, al fracaso sentimental, pero ellos pueden, con sus dosis de dolor y miedo, seguir siendo una pareja ejemplar y estable, salir airosos de sus dilemas morales y contemplar la vida con placidez.

No pude evitar preguntarme muchas veces: ¿Qué hubiera pasado si…? El narrador reconoce que ni Clara ni Andrés son héroes y dice, con algo de sofista, que éstos se quedaron en Troya y que la época actual no es tiempo para dichos héroes sino para gente… ¿normal?, ¿que tiene el suficiente sentido común para no tirar al traste un matrimonio?, ¿que tiene el sentido práctico necesario para no caer en crisis irreparables?, ¿que tiene la suficiente sabiduría de vida para desconfiar de todo menos de su voluntad por preservar su vínculo de pareja?

¿Es la vida de Clara y Andrés suficiente prueba para un amor que se pueda llamar verdadero? Pero es que ¿tiene que haber una prueba de tipo heroico, una enfermedad o un dilema insuperable? ¿O el amor verdadero tal como lo entiende el narrador precisa justamente de circunstancias favorables, no extremas?

En fin, lo cierto es que nuestro narrador, con toda su experiencia (¿no nos pide acaso que le llamemos Asmodeo?), no ha querido que pasen por pruebas mayores ni que sucumban a estragos profundos, sino que sepan aprovechar bien todo lo que se les presenta, sin caer en excesos ni traiciones. Pese a ello la narración de sus vidas es interesante y digna de contarse. Parece que mejor es, pues, que los dejemos así.