Es como si el autor nos estuviera diciendo todo el tiempo: No tengo las palabras ni el talento para reflejar vivamente lo que me tocó vivir, así que me pongo a contarlo de la forma más directa y simple, sin sentir vergüenza de "no estar a la altura" de las cosas. Y precisamente, al final del libro me quedé con la impresión de que hay detrás de todas esas páginas un trozo emocionante, duro y profundo de vida, de la vida real de alguien a quien el destino le deparó una intensa biografía, que se logra vislumbrar más allá de las frases escritas, como una inmensa máquina detrás de una cortina, de la que no nos llega más que un ruido algo apagado pero que nos permite hacernos una idea de lo que encontraríamos si pudiéramos descorrer aquella tela. El lenguaje tiene esa calidad de infiel transmisor, pero la fuerza de lo vivido logra abrirse paso (porque no hay artificios que la ahogen) y uno llega a sentir como cercana toda aquella larga aventura de Romain y su madre Nina Kacew.
No está demás decir que es precisamente esta última la que dota de casi toda su fuerza a esta historia, su personalidad es lo que hace "vivo" a este libro, lo que lo dota de una emoción muy fuerte y especial, y en dejarla a ella hablar a través del relato creo que radica lo maravilloso de su lectura. El hablador de Mario Vargas Llosa era una deuda pendiente, sobre todo desde que ganó el Nobel el año pasado. Aquí también hay un solo personaje que da vida a esta novela. Curiosamente no es un personaje "real", vamos a decir así, sino que es una invención de una invención. Como en Historia de Mayta el narrador nos advierte que está inventándose a su protagonista, aunque se trate ahora sólo de la "segunda vida" de Mascarita, porque no sabe nada de esta última (aunque sí de la primera) que resulta lo más interesante de la novela. Porque el relato de las peripecias del narrador y su afán por conocer a los machiguengas y a los "habladores" se queda muy corto al lado de los capítulos en que (de la mano del narrador) Mascarita toma la palabra y cuenta al estilo machiguenga sus historias. En la forma como el autor ha tratado de reconstruir el lenguaje de un hablador, junto con la recopilación de los mitos de este pueblo, está lo mejor del libro. La vida de escritor académico del narrador (trasunto de Vargas Llosa), con sus becas y viajes a Europa (y su perplejidad tan racionalista ante la decisión de su amigo Mascarita), palidece al lado de la del contador de historias que quiere despojarse de su condición de hombre occidental y pertenecer a este grupo errante y sufrido, cuya misión consiste en ayudar a levantarse al sol todos los días y caminar con él, y donde su papel de contador de historias tiene una importancia superior a la del novelista occidental. Para terminar (y ya que la foto de esta entrada, o post, corresponde a Romain y Nina Kacew) copio aquí una cita de El hablador que pertenece precisamente a una de las historias del kenkitsatatsirira y que me dejó una huella interior: "Lo importante es no impacientarse y dejar que lo que tenga que ocurir, ocurra", me respondía. "Si el hombre vive tranquilo, sin impacientarse, tiene tiempo de reflexionar y de recordar", diciendo. Así encontrará su destino, tal vez. Vivirá contento, quizás. Lo aprendido no se le olvidará. Si se impacienta adelantándose al tiempo, el mundo se enturbia parece. Y el hombre cae en una telaraña de barro. Eso es la confusión. Lo peor, dicen. En este mundo y en el alma del hombre que anda. Entonces, no sabe qué hacer, dónde ir. No sabe defenderse tampoco, ¿que haré?, ¿qué he de hacer?, diciendo. Entonces los diablos y los diablillos se entrometen en su vida y juegan con ella. Como los niños haciendo saltar a las ranas jugarán. Los errores se cometen siempre por la confusión, parece.lunes, 9 de mayo de 2011
Dos entre varios libros
De entre todos los libros que he estado leyendo en estas semanas, quiero referirme a dos porque son los que más me han gustado.
La promesa del alba tiene el sabor de lo autobiográfico y no parece precisamente una novela sino un pequeño libro de memorias, en el que un escritor maduro se toma la libertad de mirar con ironía y cierta ligereza sus dramáticos años de infancia y juvetud. Pero precisamente este intento de relativizar lo trágico y duro recurriendo a un lenguaje llano y salpicado de humor, a un tono indulgente y despojado de artificios (aunque sea a veces demasiado sentencioso o didáctico, como lo es quien quiera dejar ciertas aforísticas lecciones de vida a la posteriodad) es lo que hace encantador a este volumen.
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