domingo, 25 de septiembre de 2011

We Have Always Lived in the Castle (Shirley Jackson)


Nada sabía de Shirley Jackson hasta que leí los interesantes comentarios de Pablo Chul (aquí y aquí) y desde entonces no pasó mucho tiempo antes de que me topara (casualmente) con un ejemplar de esta novela.


Mary Katherine Blackwood, la protagonista y narradora, introduce al lector, poco a poco, en la historia reciente de su familia. Su voz parece, al principio, más ecuánime que extravagante. Nunca pierde la única perspectiva desde la que narra y su forma de presentar los hechos resulta impermeable a cualquier cuestionamiento. Pero pronto se empieza uno a preguntar si este muro sin fisuras encierra algún grave problema, aún no del todo esclarecido. Ello se hace patente cuando su hermana Constance quiere poner en tela de juicio los fundamentos de la rutina y el orden en que la vida de ambas de desenvuelve y que la sobria narración de Mary representa, precisamente, en su aparente solidez y acabado ensamblaje.



La patología de nuestra narradora se hace visible en su pertinaz interés por conservar este orden de vida, propio y autónomo, establecido por contraposición a las reglas y a los valores que rigen la vida de las personas que son ajenas a su mundo doméstico. A la avaricia y el mal gusto que rodean a su “castillo”, opone toda una estructura de nociones y valoraciones, que se basan, por una parte, en los vestigios de una época anterior, de mayor esplendor y respetabilidad, en su familia, y por otra, en nociones fantásticas, casi infantiles, que resultan, como las primeras, fuera de lugar dentro de lo que podríamos considerar una visión moderna y realista de la vida.


Ejemplo de ello es la escena en la que Constance toca el arpa: "the tall curve of her harp making shadows against our mother´s portrait", nos dice la narradora. El tío viejo Julian observa: "a delicate touch... All the Blackwood women had a gifted touch", mientras el íntruso Charles, en cambio, fija su atención en el valor monetario de los adornos del salón.


Junto a esta manifiesta repugnancia por dejar que lo exterior distorcione el funcionamiento del frágil mecanismo de la vida familiar, juega un importante rol, en la oscura trama del libro, el lazo afectivo entre ella y su hermana, dos personas bien compenetradas dentro de un entorno doméstico muy estrecho, que hace que se inclinen a cooperar en la destrucción todo lo que obstaculiza la realización de una felicidad en común.


Leemos en la contraportada que esta novela es esclarecedora: a marvelous elucidation of life. Lo que ilumina, me parece, es la capacidad de una mente sufriente para concebir un modo peculiar de felicidad, que excluye radicalmente ciertas realidades propias de la vida de cualquier ser humano (por ejemplo, el amor romántico o los lazos comunitarios) y exagera o deforma otras, como el desapego de las cosas materiales y la persecución de una perfección o armonía, de suyo idealista; y para aferrarse desesperadamente a esta frágil concepción (u obsesión) y protegerla de todo lo que la amenace.



Este empeño puede parecer unas veces encomiable y resultar un poco atrayente, y otras, odioso y hasta repulsivo; la autora, parece ser, ha querido otorgarle una recompensa en la admiración o la reverencia de que son tributo las protagonistas al final de la historia.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Quartet (Jean Rhys)




De todos los libros que he estado leyendo por estos días, es éste el que se lleva las palmas como el mejor.

Estamos en la década de 1920; Marya Zelli (née Hugues) es una joven inglesa que, después de unos años de dura supervivencia en su país, decide llevar una vida de bohemia en París –entre otras cosas, decide renunciar a la preocupación cotidiana por la búsqueda del sustento material– junto a su esposo, un misterioso traficante de origen polaco, quien la mantiene.

Cuando este último va a la cárcel, Marya se encuentra desamparada, hasta que el matrimonio Heidler (una pareja inglesa) decide acogerla. Pero los Heidler son también personas que han decidido que sus vidas deben transcurrir por senderos distintos a los de la gente común. Se ufanan de una superioridad moral sustentada, entre otras cosas, en algunas inclinaciones intelectuales y artísticas, y que ponen de manifiesto precisamente en este gesto de inesperada liberalidad hacia Marya.


Pero todo ello no resulta ser, en realidad, otra cosa que la exteriorización de una retorcidísima forma de entender la conducta humana, que justifica la infidelidad conyugal y el más frío desinterés por el prójimo con sofisticadas argumentaciones que, desde mi punto de vista, resultan ser sofismas que despojan a ciertos valores humanos de su autenticidad, hasta dejar de ellos sólo una pátina de simple dureza de carácter, cuando no de mera apariencia de respetabilidad.

A su lado, Marya se ve a sí misma como una sencilla adúltera, cándida y frágil (a naïve sinner). La vida fácil que buscaba era sólo aquella de quien vive románticamente el día a día, vagando por un lugar hermoso, sin cuidados ni planes de futuro. Con los Heidler se ve forzada a convivir con formas más sutiles de satisfacción y supervivencia, que involucran una fuerza de voluntad y una malicia superiores a las suyas.

Las intensas pinceladas de la autora sirven para evocar la peculiar miseria de Marya, algo similar a la de otros expatriados que residían, por aquellos dorados años, en París, tratando de encontrar la felicidad en el solo contacto con sus bellas callejas y atrayentes cafés. Este sueño no podía ser sino aplastado por la cruda realidad de las necesidades más elementales, que incluyen a la de hacer del más débil el chivo expiatorio de las culpas de los más fuertes.

Finalmente, debo señalar que este comentario, que tiene mucho que ver con la relación de la autora con el famoso escritor Ford Madox Ford, fue lo que me animó a leer este libro.